El título de este artículo es, literalmente, el testimonio de la experiencia que viví el fin de semana pasado en una tienda de informática con la que suelo hacer negocios.
Para ponerte en contexto, resulta que tuve que comprar un móvil nuevo porque el que tenía fue destrozado por los dientes de mi fiera mascota, Piper, un fox terrier precioso que tenemos en casa y que recién cumplió un añito.
Compré el teléfono, me lo traje a casa y, cuando le estaba poniendo el marquito con la tarjeta SIM y la SD de memoria, sin intención alguna de mi parte, le hice más fuerza de la necesaria y se bloqueó.
No terminó de entrar por completo y tampoco lo podía sacar.
Le pedí ayuda a mi mujer, y tampoco pudo. Comenzaron a rondar por mi mente los pensamientos típicos de una circunstancia como esta: “¡Caramba, Joel, no tienes ni un día con el teléfono y ya lo rompiste!”… “Es que hay que ver, como si el dinero creciera en los árboles”… “Es que de verdad, ¿quién te manda a ser tan bruto?”… “¿Y qué vas a hacer ahora? Porque el error fue tuyo y no lo cubre la garantía”
Y ya sabes. Además, siendo que el error fue mío y no soy de esas personas que se inventan historias del tipo “Es que yo no sé…. Eso estaba así”, pues comencé a sentir la angustia de tener que tirar el teléfono a la basura y perder el dinero que invertí en él, o que cuando llamara al técnico para preguntarle cuánto costaría la reparación, terminara el chiste costándome una cantidad importante de dinero.
En fin… las angustias que sentimos todos cuando un imprevisto como este ocurre.
Era la noche del viernes. Decidí entonces esperar que fuera sábado y, muy temprano en la mañana, ponerme en contacto con los dos técnicos que conozco para ver cuál había sido el alcance económico de mi error y cuánto me costaría la reparación.
Porque ya mi mente me decía que, en todos los escenarios posibles, la gracia me iba a costar dinero.
Para mi, toda esta situación se estaba traduciendo en una angustia enorme por muchas razones:
- No sabía si el teléfono tendría reparación o no, porque quizás podría haberle dañado alguna pieza por dentro.
- No sabría cuanto me costaría la reparación, si es que fuese posible hacerlo.
- No sabría cuánto tiempo me tendría que quedar sin teléfono móvil esta vez, con todas las incomodidades que eso significa en esta sociedad moderna en la que vivimos.
- Si el problema no tenía solución, entonces la gracia me costaría quizás unos 325 euros: 150 del primer teléfono que ya había comprado y que tendría que tirar a la basura, 150 del reemplazo y 25 del técnico.
Además, soportar esa mirada de desaprobación de las personas a tu alrededor que se traduce en tu cabeza en un “¡Es que de verdad hay que ser descuidado!”
En fin. Una angustia enorme que se traducía en distintas emociones que clamaban todas por lo mismo: Una solución inmediata, independientemente de lo que me costara.
Porque sin teléfono no me podía quedar. Eso estaba claro.
Amaneció el sábado y, a primera hora, me puse en contacto con mis dos técnicos informáticos de cabecera. Por ser sábado y temprano en la mañana, poco antes de las 10 de la mañana, al no recibir respuesta de ninguno a mis mensajes, decidí acercarme a la tienda, que me queda a pocos minutos de la casa.
Llegué, esperé pacientemente mi turno y cuando estuve frente al técnico le conté mi historia.
Arrugó la frente. Tomó el teléfono. Lo miró y revisó por ambos lados. Hizo un intento de extraer el marquito y no pudo.
Lo miré angustiado. Entendió.
Hizo un segundo intento y tampoco. Cruzamos miradas. Yo, angustiado. El, entendiendo mi angustia. Mi mente comenzaba a castigarme de nuevo: “Te lo dije, Joel. La pusiste y de la buena.”
El técnico buscó una herramienta especial. No pudo. Lo intentó con las manos y ¡fuás!
El marquito, con la tarjeta SIM y la SD estaba fuera.
Sentí que el alma me volvía al cuerpo. Mis preocupaciones desaparecieron. Le pedí que probara el teléfono para ver si estaba todo bien. Lo hizo. Todo estaba en orden. Si le hice algún daño, lo vería más adelante, pero el teléfono estaba operativo.
Le dije: “No sabes cuánto te lo agradezco. De verdad. Me has resuelto un problemón. Dime por favor cuánto te debo, para pagarte”.
Me contestó: “No, no tienes que pagarme nada, porque no he hecho nada.”
Le repliqué: “No, de verdad. Dime cuánto te debo, que yo te pago la hora de trabajo.”
Sentenció: “No voy a cobrarle, porque no he hecho nada. Fue simplemente sacar el marquito y volverlo a poner”.
Salí de allí más contento que nadie. Todas las nubes negras que me habían acompañado desde la tarde del viernes hasta ese momento, se habían disipado. No me había tenido que gastar dinero adicional y, además, tenía el teléfono operativo.